Campañismo y anticampañismo. Crítica de la ideología presista.

Article aparegut en el nº1 de la revista Argelaga. Per l'Assemblea de Solidaritat (Vlc)


Aunque reconocemos que, como táctica, hacer en un momento dado una “campaña” de difusión o movilización puede ser útil e incluso necesario, para nosotros la expresión “campañismo” tiene un contenido fuertemente peyorativo: la idea de campaña publicitaria, destinada solamente a que se hable de algo, a llamar la atención por un momento, instando a comprar algo, pero sin mayor compromiso. O la idea de campaña electoral, pidiendo el voto para un partido o para un sindicato; un gesto tan trivial, tan fácil, tan conformista, tan intrascendente, que no puede ir acompañado más que de una reflexión superficial, porque las reflexiones políticas profundas, en esta época miserable, hacen daño y, si lo piensas de verdad, no solamente no votas sino que quizá tendrías que hacer algo drástico. Para nosotros no se trata, pues, de difundir un mensaje con criterios cuantitativos y conductistas, de repetir cuanto más mejor en el menor tiempo posible un estímulo que condicione una respuesta determinada. Se trata de mantener el pensamiento alerta y el cuerpo dispuesto para la acción, de desarrollar conceptos críticos, tácticas eficaces, de buscar puntos débiles en el régimen de dominación, oportunidades de acción, y de hacer eso desde una práctica colectiva, autoorganizada, con perspectivas críticas y proyección hacia el futuro.

Una cosa es la publicidad y otra la agitación. Hay una gran diferencia, por ejemplo, entre hacer una cantidad lo mayor posible de concentraciones, siempre con poca gente, pancartas y toda la parafernalia (carteles, pegatinas, panfletos, comunicados y fotos en internet, “performances”, actuaciones musicales, etc.) y que esa misma gente se dedique, por ejemplo, a difundir entre los presos, sus familiares y amigos propuestas concretas, desarrolladas a partir de su propia experiencia de autodefensa –solidarias, no asistencialistas– y, desde luego, a intentar llevarlas a la práctica. Propuestas de autoorganización para enfrentarse a la indefensión, por ejemplo, combinadas con la presencia permanente en la proximidad de los talegos, en los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria, o frente a Instituciones Penitenciarias, para apoyar, pongamos por caso, la presentación colectiva de instancias, recursos y denuncias, concebidas y realizadas coordinadamente. Recurriendo a la “difusión” y a las “movilizaciones” no de manera mecánica y rutinaria, sino cuando se considere conveniente según unos criterios mucho más matizados y flexibles, surgidos de una práctica inteligente y creativa. Una actividad continua y coherente, enfocada al planteamiento y satisfacción de necesidades concretas y tejida sobre la base de relaciones directas entre los afectados entabladas en, por y para la lucha.

La mera propaganda o las acciones simbólicas, testimoniales, no tienen ningún valor si no sirven para reconocerse entre personas que están de acuerdo en lo fundamental, como expresión de ese acuerdo, para autoafirmarse colectivamente. Por lo demás, de nada nos valen las simples apariencias. Aparentar que se lucha no es lo mismo que luchar, aunque en una lucha se puedan utilizar también las apariencias. “Visibilizar” no es suficiente; creer que basta con eso es una característica de la dinámica izquierdista, con su correspondiente discurso. Los cuales implican una separación entre “movilización social” y “acción política”, circunscribiendo la primera al ámbito de la “sociedad civil” o del “tercer sector” y la segunda a la actividad electoral e institucional. Ya que, o bien lo esperan todo de la democracia y de la labor de integración social efectuada por las “administraciones públicas”, intentando fomentar y regular un “mercado de la solidaridad”, o bien se conforman con “denunciar” la precariedad, la exclusión y otras lacras del “capitalismo salvaje”, como otros tantos efectos perversos del desmantelamiento del “Estado de bienestar” y motivos para su restauración.

Pero todo eso, habitualmente, dentro de un programa electoral y supeditado para su realización al poder político o influencia clientelar que se llegue a alcanzar dentro de los cauces institucionales. A través de ellos se definiría el marco legal y se asignarían los medios para su ejecución, es decir, se tomarían las decisiones. El campo de los “movimientos sociales” o de la “sociedad civil” quedaría subordinado a esas decisiones políticas, y limitado a la realización, con los recursos presupuestados, de las tareas asistenciales, científicas, pedagógicas, morales, culturales, profesionales, etc. prescritas en ellas. Aunque no se quiera centrar todos los esfuerzos en el campo de la política pura y dura, como mucho podrían dirigirse a constituir una especie de “grupos de presión” que sólo aspirarán a conseguir sus objetivos en función de la influencia que logren en los “poderes públicos”, no de sus propias estrategias y acciones, que de todos modos no sobrepasarán nunca los límites de las “labores asistenciales” (subvencionadas o no), el “debate público”, la crítica “científica” o la actividad académica, las acciones jurídicas, etc.

En el gueto se siguen los mismos procedimientos campañistas del marketing electoral, de la “movilización social” parcial, dependiente de la política, o del clientelismo, pero separados de sus motivaciones iniciales. Se siguen por inercia, por herencia o imitación inconsciente de una especie de cultura política compuesta de una serie de rituales y procedimientos rutinarios que, olvidadas sus verdaderas finalidades y funciones y su contexto originario, sirven principalmente para constituir una identidad colectiva “rebelde”, más aparente, publicitaria, “estética” que real. Sin embargo, a la larga, gracias entre otras cosas a esa oculta complementariedad de sus respectivas dinámicas, el gueto siempre termina siendo útil a la izquierda; como fracción juvenil o “radical” del mismo sector del “espectro político” o como esperpento de la subversión integrado en el contrapunto habitual entre violentos y pacíficos. Aunque no lo haga conscientemente sino que llegue a ello persiguiendo sus propios intereses.
Entre la tupida maraña de intereses más o menos particulares que configuran el gueto, a menudo vienen a resultar hegemónicos los del activismo autocomplaciente practicado corrientemente por los individuos y grupos, por lo común débilmente organizados y definidos, que medran en él, afectados de una especie de narcisismo que les lleva a conformarse con aparentar que luchan habiendo perdido sin haberla alcanzado nunca la conciencia de por qué lo hacen. No necesitan saberlo, porque en realidad se conforman con lograr una “identidad”; mirándose, por ejemplo, en el “espejo público” constituido por los medios de incomunicación de masas, o por internet, en versión más “alternativa”. Por eso les importa menos la realidad de la lucha y de sus efectos que las actividades expresivas y la publicidad.
Otra parte de la herencia izquierdista del gueto es el “síndrome del miembro fantasma”. Todas las facciones de “la izquierda del Capital” han querido conquistar el poder del Estado cabalgando sobre el proletariado, la principal fuerza productiva, determinada, por su “naturaleza” propia y por la del Capital que la engendra, a desarrollarse, a entrar en contradicción con las relaciones de producción y a transformar el mundo. Es decir, a “hacer la revolución”, expresión que para la izquierda autoritaria no es más que un sinónimo de su llegada al poder. Pero el proletariado ni tiene ya conciencia de clase, ni ningún “poder productivo” relevante, ni tampoco una pizca de subjetividad revolucionaria, sino que se ha convertido en una masa amorfa de consumidores atomizados que comparten hasta la médula los valores de la dominación. Ahora bien, el “sujeto histórico” no puede ser sólo una cabeza, tiene que tener cuerpo, por eso las organizaciones izquierdistas continúan buscando cuerpos sociales, como la ciudadanía, la multitud, el género y hasta “la humanidad”, para servirles de cerebro.

Algo parecido les pasa a sus hijitos descarriados, que unas veces se identifican ellos mismos con el mito de turno y otras lo buscan a su alrededor para admirarlo y contemplarse en sus ojos. De ahí surgen, en el primer caso, los llamados “movimientos sociales” y, en el segundo, por ejemplo, el “presismo”, que no es más que la identificación mitológica del preso con el “sujeto revolucionario” o con el rebelde social consciente. Imágenes en las que proyectar la propia negatividad para no tener que vivirla, excusas para no luchar de verdad: el héroe, el bandido, cuyo coraje se puede admirar desde la cobardía; o la víctima, el chivo expiatorio, al que se puede compadecer desde la comodidad, escenificando a bajo coste una generosidad que está muy lejos de ser real. “Pinturas de guerra” para decorar un radicalismo meramente espectacular, que vive para la galería, abandonando el intento de conquistar independencia, dignidad y libertad reales.

Para nosotros, que no sustentamos ninguna de las creencias típicas en la bondad intrínseca del sistema ni los intereses y estrategias políticas aparejadas con ellas, el objetivo de una labor de denuncia y “visibilización” que merezca la pena sólo puede ser la deslegitimación del régimen de dominación y explotación del que la cárcel es un elemento indispensable, su debilitamiento progresivo hasta su destrucción. Lo que queremos es sabotearlo, no reformarlo desde dentro basándonos en la defensa de unos fundamentos “democráticos” mínimos, como los derechos humanos, derechos sociales, garantías jurisdiccionales, etc. Además, pensamos que nuestros medios deben prefigurar nuestros fines, que hemos de actuar con la mayor independencia posible del Estado y del Mercado, a través del diálogo igualitario y de la autoorganización, de la solidaridad y de la acción directa.

No tenemos fuerza para desperdiciar en actividades simplemente testimoniales. Aunque voluntariosa y bien organizada y con una experiencia común de varios años, somos poca gente, y queremos que nuestro esfuerzo sea útil a la lucha anticarcelaria, no que se disperse en apariencias vanas. Que nuestros criterios de acción no estén arraigados en aquéllas, sino en una investigación verdaderamente crítica sobre los procesos de constitución de la “realidad”; en proyectos realistas y realizables, enfocados a la satisfacción de necesidades y deseos concretos y articulados en acuerdos explícitos y revisables en todo momento, adoptados en el diálogo directo, igualitario, horizontal entre quienes participan en la lucha, en la reflexión colectiva acerca de la experiencia práctica común; no basados en relaciones de dependencia, ni en consignas ideológicas, ni en mitificaciones, señas de identidad o actitudes estéticas.
Nuestro primer objetivo debe ser la unión, la ruptura del aislamiento y la coordinación de esfuerzos en la autodefensa permanente, hacia la constitución de un proceso colectivo consciente que nos permita, por un encadenamiento de actos de rebeldía, autoafirmación y reconocimiento mutuo, fortalecernos para pasar algún día a la ofensiva decisivamente. No ninguna reivindicación determinada ni la negociación reformista con el Estado. Creemos que hay que trabajar por la constitución, a través de relaciones directas, de una comunidad de lucha basada en primer lugar en el planteamiento de nuestras necesidades y deseos y en la unión y coordinación de nuestros esfuerzos para intentar satisfacerlos. Los derechos presuponen el Estado, no son nada si no son reconocidos por él. Las reivindicaciones sólo nos sirven como acto de autoafirmación, un paso en el camino hacia la constitución de esa fuerza que un día nos permita destruir a nuestro enemigo, o al menos debilitarlo, no simplemente negociar con él. Si reconocemos que la cárcel es consustancial al régimen de dominación capitalista y que no se puede acabar con ella sin acabar con ese régimen, nuestra lucha tiene que ser a largo plazo, no simplemente expresiva, sino dispuesta a perdurar y extenderse.

Dirigirse, por ejemplo, a las instituciones de prevención de la tortura que, de hecho, no son más que rituales de impunidad y procedimientos de lavado de cara para garantizarla, no puede servir más que para ponerlas en evidencia y reconocernos en ese acto expresivo. Pero no tiene sentido supeditar nuestros movimientos a criterios publicitarios enfocados a la “denuncia pública”. Sabemos que no se puede confiar en los “medios de comunicación”, ni en los mecanismos institucionales. Y, desgraciadamente, aún menos en una “opinión pública” que no existe más que como apariencia manipulada, la cual se inclina mucho más por apoyar el endurecimiento punitivo que por defender los derechos de nadie. Tampoco debemos apelar a la “sociedad civil”. A la clase media que la forma le importa un bledo la suerte de los presos. Es una tontería intentar dar lástima a quien te teme y te odia. Actuando de modo campañista, sin más cuestionamiento, estamos condenados a quedar encerrados en un “gueto comunicativo” de límites infranqueables, en una rutina activista que no sirve más que para fomentar la autocomplacencia de algunos, para que puedan justificarse creyendo que se está haciendo algo cuando en realidad es mentira y, lo que aún es peor, haciéndoselo creer a los presos.

Así pues, nuestra actividad de denuncia debe estar inserta en un trabajo de agitación, no puede consistir en un discurso ideológico, abstracto, lanzado desde no se sabe qué alturas morales o teóricas, en forma de publicidad, sobre las masas atomizadas, con el propósito de movilizar sus energías en una u otra dirección. Se ha de basar más bien en un discurso crítico digno de ese nombre, comunicado razonablemente, con argumentos convincentes e información objetiva, que describa y analice rigurosamente las realidades a que se refiere; señalando, por ejemplo, los puntos débiles del sistema penal y las oportunidades de atacarlo, deslegitimarlo, debilitarlo, desafiarlo, sabotearlo y, eventualmente, abolirlo. Discurso elaborado desde la perspectiva de una experiencia práctica de lucha contra la sumisión y la alienación, con objetivos definidos y proyectos comunes a todos los implicados, alcanzables a corto, medio y largo plazo, pensados, elegidos y valorados en un proceso permanente de diálogo y decisión colectiva, que debe procurar también el desarrollo de herramientas idóneas y el compromiso en las tareas necesarias para intentar lograrlos verdaderamente. Y, desde luego, en el apoyo mutuo, la solidaridad concreta, personal, y en la acción directa, sin intermediarios, gestores, organizadores o ejecutores especializados. Lo que no quiere decir que no podamos integrar las aportaciones de abogados y otros expertos, a menudo indispensables en este campo, sino que, en lugar de dejarnos dirigir por ellos o “utilizar sus servicios”, colaboraríamos sobre la base del diálogo y del acuerdo justo y explícito.

Asamblea de Solidaridad.
Valencia, 18 de junio del 2012.

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